jueves, 30 de enero de 2020

El Cordero de Dios

En la Biblia, Jesús también es conocido como “el Cordero de Dios” (Jn 1:29). La razón de esta designación es interesante ya que mediante ella Dios nos revela importantes verdades.

Debido a que la justicia divina decreta que toda ‘alma que peque debe morir’ (Eze 18:4) , desde el principio Dios aceptó el sacrificio de animales, principalmente para expiar o borrar el pecado de quien ofrecía el sacrificio. Así, cuando alguien sacrificaba un animal a Dios, estaba reconociendo que por su pecado merecía morir, pero Dios aceptaba que un animal inocente muriera en su lugar. La provisión de ofrecer la vida de un animal para expiar los pecados se explicó de este modo: “Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo os he dado la sangre para hacer expiación sobre el altar por vuestras vidas; pues la sangre hace expiación por la persona” (Le 17:11) ; y más tarde el libro de Hebreos dice: “la ley exige que casi todo sea purificado con sangre, pues sin derramamiento de sangre no hay perdón” (Heb 9:22) Ya que el pecado está penado con la muerte, la ley de Dios exigía el pago de otra vida inocente, y en el Antiguo Testamento Dios permitió que fuera la vida de un animal.

Sin embargo, la provisión de estos sacrificios de animales no resultó ser la solución definitiva, ya que cualquier animal es inferior al hombre, y por tanto no puede ser un sustituto perfecto de la vida humana. Por eso, en Hebreos se dice que los sacrificios de animales no podían “hacer perfectos a los que se acercan”, y el hacerse continuamente año tras año era porque “en esos sacrificios hay un recordatorio de pecados año tras año”; con lo cual se concluye quees imposible que la sangre de toros y de machos cabríos quite los pecados” (Heb 10:1-4) De ahí que los sacrificios de animales tenían como propósito satisfacer temporalmente la justicia de Dios, así como el reconocimiento del pecado y el consiguiente arrepentimiento de parte de quienes los ofrecían. Pero era evidente la necesidad de una provisión perfecta, se hacía necesario el derramamiento de una sangre especial para el perdón definitivo de los pecados, y fue precisamente eso lo que se trató a lo largo del relato bíblico, como el de Abraham y su hijo:

Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto” (Gé 22:2)

Tenemos la gran prueba de fe que supuso para Abraham la orden de Dios de sacrificar a su hijo. Probablemente no podemos imaginar mayor prueba que esta para un padre. Dios mandó a Abraham sacrificar a su hijo; es decir, él mismo debía quitar la vida a su único hijo. Aún así Abraham estuvo dispuesto ¿Por qué? Por su absoluta fe en Dios, su total confianza en la promesa que Dios le hizo: “en Isaac te será llamada descendencia” (Gé 21:12) , y puesto que sabía que Dios no podía fallar, estaba convencido que ‘Dios es poderoso para levantarlo aun de entre los muertos’ (Heb 11:18-19) Y en cierto sentido así fue, porque cuando “tomó el cuchillo para degollar a su hijo” (Gé 22:10) , el ángel de Dios le llamó desde el cielo y le dijo: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (Gé 22:12) El ángel impidió lo que parecía una muerte segura de su hijo; por eso, en “sentido figurado, también le volvió a recibir” (Heb 11:19) Para Abraham, su hijo es como si hubiera resucitado.

Entonces alzó Abraham sus ojos y miró, y he aquí a sus espaldas un carnero trabado en un zarzal por sus cuernos; y fue Abraham y tomó el carnero, y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo” (Gé 22:13)

Dios proveyó a Abraham un carnero para que Le fuera sacrificado en lugar de su hijo. Y es aquí donde se vislumbra el principal y sublime significado de este pasaje. Esta escena representó proféticamente lo que Dios preparaba para la toda la humanidad, lo que en referencia a Jesús se reveló con estas palabras:

He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1:29)

En efecto, la escena de Abraham y su hijo Isaac, sirvió para que Dios señalara su plan de ofrecer a Su Hijo como el Cordero que habría de morir en lugar de los seres humanos. Y en este plan, hemos de detenernos y meditar cómo la situación de Abraham prefiguró a la de Dios mismo, porque justo lo que Dios Le mandó a Abraham y luego impidió que realizase, fue precisamente lo que Él mismo llegó a hacer con Su propio Hijo, mostrando de este modo que “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16) Por otra parte, si mediante el intento de sacrificar a su hijo, Abraham probó su sujeción a Dios, mediante el sacrificio consumado de Su Hijo Jesús, Dios demostró sujeción a su propia justicia, la que dictaminaba que sólo mediante un ser humano perfecto se podía redimir a los seres humanos; por eso Jesús llegó a ser “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Sin duda, hacer posible la redención de la humanidad supuso un grandísimo sacrificio para Dios y Su Hijo, y la escena de Abraham y su hijo lo ilustró al completo.

Unos siglos después, la sangre de cordero tomó de nuevo un papel muy significativo:

tómese cada uno un cordero […] Y tomarán de la sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas en que lo han de comer” (Éx 12:3, 7)

El Cordero de Dios también se revela en la fiesta de la Pascua judía. En el Antiguo Testamento esta fiesta conmemoraba la liberación de Israel de Egipto que fue precedida por el sacrificio de un cordero, cuya sangre debía ser rociada en el marco de la puerta. Obedecer este mandato era de vida o muerte, ya que en esa noche un ángel mataría a todos los primogénitos de Egipto, excepto los que habitaran en las casas cuyos postes estuvieran manchados con la sangre del animal sacrificado. Este hecho debía conmemorarse cada año para recordar el significado de aquel evento. Pero al igual que sucedió con Abraham y su hijo, el sacrificio del cordero pascual apuntaba a un suceso análogo de suprema trascendencia que tendría lugar siglos después.

Ese cordero representó al Cordero de Dios que “estaba preparado desde antes de la fundación del mundo” (1 Pe 1:20) cuya sangre se derramó a favor de toda la humanidad creyente. Pablo lo identifica cuando dice: “Cristo, nuestro Cordero pascual, ya ha sido sacrificado” (1 Co 5:7) en quien “tenemos redención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados según las riquezas de su gracia” (Ef 1:7) , y Pedro explica: “sabiendo que no fuisteis redimidos de vuestra vana manera de vivir heredada de vuestros padres con cosas perecederas como oro o plata, sino con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha, la sangre de Cristo” (1 Pe 1:18-19)

La semejanza profética entre el cordero de la pascua y Jesucristo se produjo incluso en detalles significativos: El cordero pascual debía ser “sin defecto” (Éx 12:5) ; y Jesucristo fue “sin tacha y sin mancha” (1 Pe 1:19) . Al cordero pascual no se le debía quebrar “un solo hueso” (Nú 9:12) , y en contra de la costumbre romana, cuando mataron a Jesús “no le quebraron las piernas” ni “ningún hueso” (Jn 19:33,36) Además, cuando el profeta Isaías profetizó sobre el Mesías, se refirió a él como alguien “oprimido y afligido, pero no abrió su boca; como cordero que es llevado al matadero, y como oveja que ante sus trasquiladores permanece muda, no abrió El su boca” (Is 53:7) , señalando a la actitud sufrida y dócil de Jesús cuando en su último día “no respondió ni a una sola acusación, por lo que el gobernador se llenó de asombro” (Mt 27:14) Sin duda, la expresión “El Cordero de Dios” es uno de los títulos más preciosos que resume el amor, el sacrificio y el sufrimiento de Cristo.

De igual modo, el sacrificio del cordero de la Pascua y la aplicación de su sangre en los postes de las puertas es una hermosa metáfora que describe la obra expiatoria de “la sangre de Jesucristo” que “limpia de todo pecado” (1 Jn 1:7) y que aplica a quienes son elegidos por Dios mediante “la obra santificadora del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre” (1 Pe 1:1-2) Por eso, para que el Cordero ‘nos lave de nuestros pecados con su sangre’ (Ap 1:5) es esencial que seamos transformados por la acción santificadora del Espíritu; es decir, que seamos separados del pecado y apartados para la voluntad de Dios, lo que necesariamente nos lleva a escuchar y obedecer a Jesucristo.

De esta forma, podríamos formar parte de la gran multitud que ‘lavarán sus ropas, y las emblanquecerán en la sangre del Cordero’ (Ap 7:14) , una multitud que ‘el Cordero pastoreará y guiará a manantiales de aguas de vida’ (Ap 7:17) y que clamarán “a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero” (Ap 7:10)



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