martes, 8 de octubre de 2019

Jesús, la resurrección y la Vida

El capítulo 11 del evangelio de Juan contiene uno de los pasajes más extraordinarios del evangelio. Los evangelios describen muchos milagros de Jesús, pero este es muy especial. Es con diferencia el milagro con el relato más extenso. Empieza cuando Jesús recibe la noticia de que su amigo Lázaro está enfermo, y en vez de ir a sanarlo permanece deliberadamente dos días en el lugar donde estaba. Cuando llega, ya hace cuatro días que su amigo está muerto. Marta, hermana de Lázaro, le dice a Jesús:

Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Jn 11:21). “Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le contestó: Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final” (Jn 11:23-24).

Marta creía en la resurrección de los muertos que ocurrirá en el último día, y también sabía que Jesús realizó antes otras resurrecciones (Mr 5:21-24; 35-43; Lu 7:11-15; 8:49-56); pero estas ocurrieron muy poco tiempo después de producirse la muerte, cuando el cuerpo aún no había comenzado a deteriorarse; pero Lázaro ya llevaba cuatro días muerto, de modo que había entrado en proceso de descomposición y debía oler mal (Jn 11:39). Marta pensaba que en el caso de su hermano solo cabía esperar la resurrección en el último día. Pero Jesús hace esta asombrosa declaración:

Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” (Jn 11:25-26).

En otras palabras, Marta no tenía que esperar hasta el día final, porque delante de ella estaba quien en sí mismo tiene la plena facultad de resucitar y dar vida. Sí, Jesús no era un simple ejecutor de milagros; sino que “En Él estaba la vida” (Jn 1:4), “Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo” (Jn 5:26), y “como el Padre levanta a los muertos, y les da vida; así también el Hijo a los que quiere da vida” (Jn 5:21).

Cuando Jesús ordena quitar la piedra del sepulcro, Marta objeta: “Señor, ya huele mal, porque hace cuatro días que murió” (Jn 11:39). A pesar de que creía que Jesús era el Hijo de Dios, aún no estaba convencida o no entendía del todo las palabras de Jesús; entonces “Jesús le dijo: ¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Jn 5:40). Y para eliminar esa incredulidad Jesús procede a confirmar su enseñanza, pero no con palabras, sino con hechos; no con teorías, sino con una definitiva demostración de poder. Y dirigiéndose al sepulcro clama a gran voz: “¡Lázaro, ven fuera!” (Jn 11:43) ¡Y Lázaro sale fuera! El cuerpo que llevaba cuatro días muerto cobra vida como si hubiera despertado de un sueño (Jn 11:11)

Este glorioso acto disipa todas las dudas. Ahora Marta puede entender bien lo que Jesús quería decir cuando dijo: “Yo soy la resurrección y la vida”. Ahora llega a comprender que Jesús es el “Autor de la vida” (Hch 3:15), que tiene la potestad para dar vida en abundancia (Jn 10:10). Por eso, y debido a su significado tan trascendente, la resurrección es una de las enseñanzas más fundamentadas en las Escrituras que el propio Jesús mencionó repetidamente:

Quien atiende a los desfavorecidos será “recompensado en la resurrección de los justos” (Lu 14:14). Los que son dignos “de la resurrección de los muertos” viven para con Dios (Lu 20:34-38). “De cierto, de cierto os digo: Vendrá hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que oyeren vivirán”. “No os maravilléis de esto; porque viene la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron bien, saldrán a resurrección de vida; y los que hicieron mal, a resurrección de condenación” (Jn 5:25, 28-29). La voluntad del Padre es que “toda persona que al contemplar al Hijo crea en él, tendrá vida eterna” y será resucitado por el Hijo “en el último día” (Jn 6:40). Y por eso pudo decir que Él tiene “las llaves de la muerte y del Hades” (Ap 1:18), unas llaves que usará para realizar una primera y una segunda resurrección (Ap 20:5-6).

Jesús nos dice: “Les aseguro que todo el que preste atención a lo que digo, y crea en Dios, quien me envió, tendrá vida eterna” (Jn 5:24). “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (1 Jn 5:11-12). Esta es la lección que debemos aprender: Sólo nuestro Señor tiene el poder y la voluntad de darnos la vida, eso no es prerrogativa de nadie más, y mucho menos de ningún ser humano. Entonces ¿A quién hemos de seguir? ¿A quién hemos de escuchar y obedecer?


Jesús, El Buen Pastor

En el ámbito religioso es frecuente que la mayoría de los dirigentes están más interesados en su propia ganancia y prestigio que en el cuidado espiritual de los creyentes, de modo que muchos llegan a sentirse como ovejas desamparadas y errantes (Mt 9:36). Especialmente a estos Jesús les dice:

Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Jn 10:11)

En las Escrituras, la figura de pastor es muy entrañable porque sugiere el cuidado protector y amoroso que el Señor dispensa a quienes son de su propiedad (Eze 34:11-12; 30-31). Notemos que Jesús no solo se declara como el pastor, sino como “el buen pastor”; y es interesante saber que la palabra griega traducida para “buen”, además de bueno denota lo verdadero y hermoso [1] ; así, cuando se piensa en Jesús como el Buen Pastor, además de eficiencia y seguridad, se contemplan cualidades como el amor, la ternura y la paciencia; cualidades que conforman una personalidad tan atrayente como para que sus ovejas le sigan allá donde él vaya.

Tan grande y verdadero es el amor de Jesús por sus ovejas que da su vida por ellas “para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn 10:10). La vida abundante es la vida eterna (Ro 5:18), pero también es abundante por su plenitud. Cuando intentamos vivir nuestra propia vida, se nos hace vacía y carente de sentido, pero cuando caminamos con Jesús recibimos una nueva vitalidad y sentimos que empezamos a vivir de verdad.

Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas”; “y a sus ovejas llama por nombre” (Jn 10:14, 3)

Jesús es el buen pastor que se interesa por sus ovejas; pero no ve a cada oveja como una más del rebaño, sino que las conoce y “llama por nombre”, lo que quiere decir que tiene un conocimiento íntimo de cada una de ellas [2] . David, una de las ovejas de Dios (Sl 23:1), describe así el conocimiento que Dios tenía de él: “Señor, tú me has examinado y me conoces; tú conoces todas mis acciones; aun de lejos te das cuenta de lo que pienso. Sabes todas mis andanzas, ¡sabes todo lo que hago! Aún no tengo la palabra en la lengua, y tú, Señor, ya la conoces” (Sl 139:1-4).

De modo que Jesús conoce nuestro historial y circunstancias personales de cada uno de nosotros, incluso nuestros pensamientos y motivaciones más profundas, algo que otros no ven. Y precisamente este conocimiento profundo es lo que le permite saber cuáles son sus ovejas y cuáles no. Pablo es un buen ejemplo de ello. Antes de su conversión, todos los cristianos veían a Pablo como un temible perseguidor, pero Jesús sabía que en el fondo era una de sus ovejas; por eso se manifestó directamente a él, haciéndole un fiel instrumento para dar a conocer su nombre (Hch 9). Con razón Pablo pudo decir: “El Señor conoce a los que son suyos” (2 Ti 2:19). Ese es el conocimiento que Jesús tiene de sus ovejas. Pero ¿cómo saber si somos conocidos por Dios?

el que ama a Dios es conocido por él” (1 Co 8:3)

Dios conoce a quien le ama, pero ese amor solo es real si hacemos la voluntad de Dios. En contraste están los que se les llena la boca de alabanzas, pero no Le obedecen. A estos el Señor les dice expresamente: “Nunca os conocí” (Mt 7:21-23). Para que el Señor nos conozca por nombre hemos de estar en una buena relación con Dios, una relación de amor obediente.

las mías me conocen”, “y oirán mi voz” (Jn 10:14-15)

Hay un conocimiento mutuo entre el pastor y sus ovejas. Las ovejas de Dios poseen un instinto espiritual que les lleva a reconocer al Buen Pastor. Al escuchar Su voz se sienten tan atraídas que, entusiasmadas corren a Él y le siguen allá donde vaya. Comen y beben de sus dichos, que para ellas son como música a los oídos. Saben que su pastor es “manso y humilde de corazón” y que al estar bajo su dirección son liberadas de pesadas cargas, ‘hallando descanso para sus almas’ (Mt 11:28-30). Les cautiva el interés personal que siente por todas ellas, de modo que cuando una se pierde, concentra en ella su atención y va en su búsqueda, y “cuando la encuentra, lleno de alegría la carga en los hombros” (Lu 15:5). Así de tierno es el amor que nuestro Pastor siente por cada una de sus ovejas, no solo la busca, sino que, al encontrarla fatigada, la coge y la trae sobre sus hombros. No es de extrañar que sus ovejas confíen tanto en Él y que hagan suyas las palabras de la oveja David cuando dijo: “El Señor es mi pastor; nada me faltará” (Sl 23:1).

y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10:4)

Cuando Jesús habla de conocerle, no se refiere simplemente a conocer información referente a él. Conocer a nuestro Buen Pastor Jesús implica sobre todo tener una relación personal con él, algo que se evidencia cuando seguimos su ejemplo y enseñanzas. Solo podemos contarnos entre sus ovejas cuando le seguimos obedientemente y tratamos de imitarle, cuando dejamos que dirija nuestra vida. De no ser así, necesitamos volvernos hacia Él.

les dio a unos la capacidad […] de ser pastores” (Ef 4:11)

En las Escrituras también se habla de pastores humanos. Jesús pidió a Pedro que pastoreara de sus ovejas (Jn 21:15-17), y después dio a unos la capacidad de ser “pastores y maestros” para preparar “a los del pueblo santo para un trabajo de servicio, para la edificación del cuerpo de Cristo hasta que todos lleguemos a estar unidos por la fe y el conocimiento del Hijo de Dios, y alcancemos la edad adulta, que corresponde a la plena madurez de Cristo” (Ef 4:11-13). Es importante notar que los pastores dados por Cristo básicamente están para edificar a sus hermanos en el conocimiento de Jesús hasta que alcancen la madurez cristiana; por lo que, una vez se alcanza la madurez en Cristo la figura del pastor humano ya no es tan necesaria, ya que el creyente es perfectamente capaz de vivir por sí solo en una permanente relación con Dios. Ahora bien ¿Cómo identificar a quienes se ofrecen a pastorean para Cristo? La Biblia presenta algunas de sus características:

Los pastores en Cristo ‘se desvelan por el bien de sus hermanos, sabiéndose responsables de ellos’ (Heb 13:17); es decir, tienen interés sincero por sus hermanos. Siguen el ejemplo de Jesús y no pretenden que las ovejas del Señor le sirvan, sino que muestran “un gran deseo de servir” (1 Pe 5:2). Hablan “la palabra de Dios” (Heb 13:7), ‘enseñando a obedecer todo lo que Jesús ha mandado’ (Mt 24:20), tanto en palabra y sobre todo “siendo de corazón ejemplo para el Rebaño” (1 Pe 5:3). De ningún modo se aprovechan de las ovejas de Dios ambicionando “ganancia deshonesta”, pues tienen la actitud paternal del apóstol Pablo cuando dijo: “no os seré una carga, pues no busco lo que es vuestro, sino a vosotros” (2 Co 12:14). Tienen muy claro que ‘las personas que Dios ha dejado a su cargo no son suyas, sino que pertenecen a Dios’ (1 Pe 5:2); por lo tanto, no pretenden “dominar a los que les han sido encomendados” (1 Pe 5:3), recordando lo que Jesús dijo: "Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros” (Mt 20:25-26). Lejos de querer poseer un número creciente de feligreses a quienes exigirles total sumisión, son muy conscientes que su función se limita a llevar las “ovejas descarriadas” a Jesús, el “pastor y guardián” de sus almas (1 Pe 2:25). Por eso, no buscan ni esperan la gloria de hombres, porque saben que, “cuando regrese Cristo, que es el Pastor principal”, “recibirán un maravilloso premio que durará para siempre” (1 Pe 5:4).

Hay muchos pastores cuyo modo de actuar difiere bastante con lo descrito anteriormente. Estos son sospechosos de ser calificados como ‘pastores asalariados que no tienen cuidado de las ovejas’ (Jn 10:12-13), o peor aún, de ‘ladrones y salteadores que no entran por la puerta de las ovejas’, que es Jesucristo (Jn 10:1, 7). Por eso, cada uno debe discernir quién le está pastoreando y a dónde le lleva, si de verdad es Jesucristo quien le está hablando a través del mensaje que recibe, o más bien se trata de la voz de un “extraño” del cual debemos huir (Jn 10:5). Siempre recordemos que Jesús es el Buen Pastor que conoce y se interesa en cada una de sus ovejas. Si queremos ser una de ellas, debemos aprender a distinguir Su voz de otras voces que no son auténticas. Por eso es tan importante un acercamiento personal al Evangelio, un conocimiento de primera mano que nos permita reconocer la voz de “nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas” (Heb 13:20)


NOTAS

[1] La palabra kalós que se traduce por buen y bueno denota aquello que es intrínsecamente bueno, y, así, hermoso, honroso. (Diccionario Expositivo Vine)

[2] Según un diccionario, en la época bíblica se atribuía al nombre una considerable importancia, habiendo una relación directa entre el nombre y la persona o cosa nombrada; y expresando la personalidad hasta tal punto que el conocimiento del nombre de alguien implica conocerlo íntimamente. Por ejemplo, cuando Dios dice a Moisés: “Yo te he conocido por tu nombre” (Éxodo 33:12 RVR60), quiere decir que lo conoció íntimamente.


Nuestro único Señor

Jesús dijo: “Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy” (Jn 13:13)

Todos los cristianos dicen que Jesucristo es su Señor, y dicen muy bien. De hecho, la expresión "nuestro Señor Jesucristo" que aparece más de 50 veces en el Nuevo Testamento (Según la versión Reina Valera Revisada 1960), es sin duda una de las expresiones más comúnmente utilizada en las iglesias. La palabra utilizada comúnmente para Señor es Kyrios, que en griego se utilizaba para amo, en contraposición a siervo o esclavo ¿Por qué Jesús es nuestro Amo y Señor? Las Escrituras responden:

Porque habéis sido comprados por precio” (1 Co 6:20)

Cristo “murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos y fue resucitado” (2 Co 5:15)

Porque Cristo para esto murió, y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos, como de los que viven” (Ro 14:9)

Jesucristo es nuestro Amo y Señor porque nos compró con el precio de su sangre; es decir, entregó su vida en sacrificio para rescatarnos de la esclavitud al pecado y la muerte; de este modo, al aceptarle como nuestro Amo y Señor nos convertimos en sus siervos, cuyas vidas le pertenecen. No obstante, hay hombres que ostentando una autoridad religiosa pretenden ser considerados amos o señores sobre otros. Pero ¿Cuántos señores pueden tener los cristianos? Las Escrituras también responden:

Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para el cual vivimos; y no hay más que un solo Señor, es decir, Jesucristo, por quien todo existe y por medio del cual vivimos” (1 Co 8:6)

Un cuerpo, y un Espíritu, como sois también llamados en una misma esperanza de vuestro llamamiento. Un Señor, una fe, un bautismo” (Ef 4:4-5)

Las Escrituras no dejan lugar a dudas: no tenemos más que un Señor, Jesucristo. Esto quiere decir que sólo a Jesús debemos nuestra sumisión y obediencia. Sin embargo en la práctica y quizá sin darse cuenta, muchos se entregan al señorío de hombres que alegan ser representantes de Dios: desde pontífices o vicarios hasta predicadores o pastores, pasando por juntas directivas, etc. La gran mayoría de estos exigen de sus feligreses el acatamiento a sus propias normas y doctrinas, y esto les convierte de hecho en sus verdaderos señores, suplantando de esta forma el señorío de Cristo. Pero si hemos decidido que Jesús sea nuestro Señor, debemos ser cuidadosos sobre a quién sometemos nuestra voluntad. El apóstol Pablo es explícito en este punto al decir:

Ustedes fueron comprados [por Cristo] por un precio; no se vuelvan esclavos de nadie” (1 Co 7:23)

El precio que Jesús pagó por nosotros es tan elevado y precioso que debe generar en nosotros un profundo sentido de gratitud y dependencia hacia él, y eso implica que evitemos el sometimiento incondicional a cualquier hombre u organización. Si dejamos que algún sistema religioso nos ate a su credo y nos someta a su estructura de autoridad, entonces nos volvemos esclavos de otros hombres, relegando a Cristo a un segundo plano. Por eso, cuando recibimos cualquier consejo o indicación de otras personas, debemos confrontarlo en conciencia con las palabras, ejemplo y cualidades que Jesús manifestó, de esta forma le damos la honra propia de reconocerlo como nuestro único Señor.

Ahora bien, hay algo más implicado en reconocer a Jesús como nuestro Señor. A aquellos que se limitaban a llamarle Señor, Jesús les dijo:

¿Por qué me llaman ustedes “Señor, Señor”, y no hacen lo que les digo?” (Lu 6:46)

En efecto, podemos cantar y proclamar repetidamente que Jesús es nuestro Señor, pero si no hacemos lo que nos dice, entonces son palabras vacías, porque lo que realmente cuenta es obedecer sus mandatos y enseñanzas; sólo así demostramos que realmente lo reconocemos como nuestro Amo y Señor. Ahora bien ¿Cómo vamos a hacer lo que él dijo si desconocemos sus dichos? ¿Cómo vamos a obedecerlo si no leemos el Evangelio? Por eso, nuestra obediencia a él empieza por abrir nuestra biblia y conocer de primera mano cuáles son sus mandatos y enseñanzas.

Por tanto, mostremos a nuestro Salvador eterno agradecimiento considerándolo como nuestro único Amo y Señor. No permitamos que ningún hombre o sistema religioso nos esclavice, y demostremos mediante nuestra obediencia que realmente reconocemos a “nuestro Señor y Salvador Jesucristo. ¡A él sea la gloria ahora y para siempre! Amén” (2 Pe 3:18).


Jesús, la Luz del mundo

En este mundo inmerso en la oscuridad donde se cubre el pecado y reina la confusión, se hace difícil discernir la realidad de las cosas. Se hace difícil averiguar la verdadera naturaleza y destino de los muchos caminos y tendencias que el mundo transita. En el plano personal también estamos expuestos a andar a tientas y a tropezar, porque muchos de los problemas de la vida están por encima de nuestra capacidad y corremos peligro de seguir una senda equivocada. Por eso, tenemos necesidad de una luz que permita ver la realidad y alumbre nuestros pasos ¿Dónde buscar? La respuesta está al alcance de todo el mundo, tan solo si se escuchara a Jesús cuando dice de sí mismo:

Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8:12)

Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12:46)

La luz revela la realidad de las cosas, y Cristo es la Luz que “alumbra en la oscuridad” (Jn 1:5), la “luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (Jn 1:9); una luz que destapa “las obras de las tinieblas” (Ro 13:12) y las falsedades religiosas.

La luz de Cristo también puede alumbrar la ceguedad de nuestro corazón. Desde que nacemos, la luz solar nos permite ver físicamente. No es así con nuestra visión espiritual, porque nuestros ojos espirituales permanecen ciegos hasta que descubrimos la luz de Cristo, la luz que puede iluminar nuestra vida sea cual sea nuestra situación o necesidad. “Porque Dios, que dijo: «De entre las tinieblas brille la luz», es quien hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo” (2 Co 4:6).

La luz de Cristo significa mucho más: es la “luz de la vida”. El profeta ya lo adelantó al decir: “a los que habitaban en tierra de sombra de muerte, la luz ha resplandecido sobre ellos” (Is 9:2). La luz genera vida, en la muerte no hay luz, sino tinieblas. Las plantas requieren de la luz solar para vivir, cuando no reciben luz se marchitan y mueren. De igual modo, la luz de Cristo significa vida para nosotros, y no sólo porque anímicamente cobramos vida, sino porque esa luz nos conduce por el camino de la “vida eterna” (Jn 6:47). Por eso, a los muertos se dice: “Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo” (Ef 5:14).

Pero la luz sólo puede ser útil cuando nos acercamos a ella. Jesús es la Luz, y para andar en su Luz hemos de creerle y seguirlo. Le seguimos cuando creemos en Él, y demostramos creerle cuando Le seguimos en amor y obediencia. Él mismo dice: “Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios” (Jn 3:20-21). El apóstol Pablo lo expresa así: “dejemos de pecar, porque pecar es como vivir en la oscuridad. Hagamos el bien, que es como vivir en la luz. Controlemos nuestros deseos de hacer lo malo, y comportémonos correctamente, como si todo el tiempo anduviéramos a plena luz del día” (Ro 13:12). Y el apóstol Juan lo relaciona con el amor cuando dice: “la oscuridad se va desvaneciendo y ya brilla la luz verdadera. El que afirma que está en la luz, pero odia a su hermano, todavía está en la oscuridad. El que ama a su hermano permanece en la luz, y no hay nada en su vida que lo haga tropezar. Pero el que odia a su hermano está en la oscuridad y en ella vive, y no sabe a dónde va porque la oscuridad no lo deja ver” (1 Jn 2:8-11).

En este mundo en tinieblas no es bueno caminar solos, ni tampoco con falsos guías. Las tinieblas están en las falsedades que hacen que la gente ande a oscuras sin saber en qué creer ni a dónde ir. Necesitamos seguir a Jesús para andar en su Luz. Sólo así se dispersará la niebla de nuestra ceguedad y veremos con claridad el camino de la vida.


lunes, 7 de octubre de 2019

Jesús, el Camino que lleva al Padre

Cuando se habla sobre elegir una u otra religión, a veces se dice que todos los caminos llevan a Dios, dando a entender que al final las religiones solo son distintos caminos que conducen a la aprobación de Dios ¿Pero es esto cierto? Jesús es concluyente cuando nos dice: “Yo soy el camino”; “nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn 14:6).

Antes que Jesús, los profetas habían señalado la obediencia a los preceptos de Dios como “el camino” que debían seguir (Dt 5:32-33), pero Jesús va más allá. Él no solo nos informa cuál es el camino, Él ES el camino. Es como si nos dijera: en vez de señalarte por dónde ir, mejor ven conmigo y te llevo al Padre. Ya que Jesús es el único mediador entre Dios y nosotros, se puede decir correctamente que Él ha abierto el camino a Dios, en el sentido de que Su sacrificio nos abre un “camino nuevo y vivo” para entrar “en el Lugar Santísimo” (Heb 10:19-20).

Es interesante notar que al principio los primeros discípulos no eran conocidos como cristianos, sino como los del “Camino” (Hch 9:2; 19:9, 23; 24:14, 22), como Apolos que “había sido instruido en el camino del Señor” (Hch 18:25). Los primeros discípulos veían el vivir en obediencia a Cristo como el único Camino que querían andar hasta el final.

Pero examinando el contexto del capítulo 14 de Juan, notamos la interesante relación que Jesús hace entre el caminar a nuestro Padre celestial y el hecho de conocerle. Y es que acercarse al Padre y conocerle son conceptos inseparables, porque sólo podemos progresar hacia el Padre en la medida que lo conocemos ¿Pero cómo podemos conocer a Quien nadie ha visto? Jesús nos responde: “Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais” (Jn 14:7), y “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14:9). Es decir, podemos conocer al Padre a quien nadie ha visto, a través de Jesús quien sí fue visto y al que sí podemos “ver” en las páginas de los evangelios.

Jesús es el camino que nos lleva al verdadero conocimiento del Padre, porque es tal la unidad armoniosa entre ellos dos, que cuando “vemos” a Jesús hablar y actuar, es como si viéramos al Padre hablando y actuando en la misma situación. Si el amor reina en la vida y enseñanzas de Jesús es porque el amor es el principal atributo del Padre (Jn 13:34; 15:13; 1 Juan 4:8); si Jesús enseña repetidamente la importancia de la humildad es porque para el Padre, la humildad es una cualidad imprescindible (Mt 23:12; Jn 13:13-17; 1 Pe 5:5; Snt 4:6); si Jesús solo se fija en la condición del corazón y no se detiene en lo externo es porque al Padre solo le importa lo que somos en nuestro interior (Mt 15:18-19; 1 Sa 16:7). Ver a Jesús es cómo ver al Padre. Esto debe abrirnos una nueva y gran dimensión de lo que representa Jesús para nosotros. Si de verdad deseamos conocer al Padre debemos fijar nuestra atención en Jesús, porque a través de él se revela el carácter del Padre. Si tenemos presente esta verdad miraremos con otros ojos todos los relatos y vivencias de Jesús.

Por lo tanto, no hay otro modo para conocer y llegar a Dios sino a través de Jesucristo. La Biblia nos dice que “Hay caminos que al hombre le parecen rectos, pero que acaban por ser caminos de muerte” (Pr 14:12). No dejemos que ninguna iglesia ni organización religiosa reemplace el verdadero Camino que nos lleva a Dios. No tenemos necesidad de que nadie nos indique el camino porque el Camino ya está trazado en los evangelios; y la manera de andar en el Camino no consiste en enredarse en discusiones teológicas estériles, sino en escuchar a Jesús, mirarle y seguir “sus pasos” (1 Pe 2:21), llegando a estar “arraigados y sobreedificados en él” (Col 2:6). Si así lo hacemos comprobaremos que Jesús es un Camino vivo que nos fortalece y nos guía cada día, experimentando un amoroso cuidado que la Biblia expresa en estas palabras: “Ya sea que te desvíes a la derecha o a la izquierda, tus oídos percibirán a tus espaldas una voz que te dirá: «Este es el camino; síguelo»” (Is 30:21).


domingo, 6 de octubre de 2019

Jesús, el único mediador entre Dios y los hombres

Cuando Dios creó a Adán, este disfrutaba de una relación familiar con su Creador, una relación de hijo y padre. Dios, desde su derecho soberano, exigía y esperaba de Adán completa lealtad a sus mandamientos, y para probar su obediencia, introdujo la sencilla prueba de no comer el fruto de un único árbol; una prueba que no superó, desobedeciendo y pecando contra Dios y acarreándose mortales consecuencias. El pecado de Adán no se produjo porque naciera con una predisposición genética a pecar, como es el caso de todos sus descendientes. Adán pecó de forma consciente y deliberada contra la soberanía de Dios, contra el derecho de Dios para regir su vida. Él prefirió hacer caso a su esposa en vez de a su Padre y Creador (Gé 3:17), y en ese momento y de forma irreversible rompió su comunión con Dios.

A partir de entonces, todos los descendientes de Adán hemos heredado el pecado, lo que nos hace estar alejados de Dios. Pero Dios ama a la humanidad y por eso siempre quiso reconciliarnos con Él. Pero ¿cómo? Su intachable justicia y su inmaculada santidad Le impiden tener comunión con pecadores; pero, por otra parte, la humanidad fue vendida al pecado, no por elección propia, sino por la conducta transgresora del primer hombre. Dios ama a la humanidad, pero exige santidad de sus criaturas; a su vez, la humanidad necesita reconciliarse con Dios, pero por sí misma le es imposible cumplir Sus justas exigencias. Era necesario la intervención de un Mediador, un mediador que pudiera reconciliar a la humanidad con Dios; y para ello, este debía estar tan allegado y familiarizado con ambas partes que le permitiera comprender con exactitud las demandas y necesidades que debían ser satisfechas; debía estar en plena comunión con Dios, a la vez que estar muy familiarizado con la humanidad; y este doble requisito sólo se cumpliría en una persona: Jesucristo, el único que puede llamarse tanto “Hijo de Dios” (Jn 3:18) como “Hijo del hombre” (Mt 8:20) En efecto, nadie tiene tan estrecha comunión con Dios como Jesucristo, el Hijo unigénito que “estaba en el principio con Dios” (Jn 1:1-2), “en el seno del Padre” (Jn 1:18); pero que también sabe lo que es ser y vivir como hombre, y como nació “de mujer” (Gál 4:4) pudo referirse a sí mismo como “Hijo del hombre” (Mt 8:20); es decir, Hijo de la humanidad; y eso le hizo experimentar en primera persona todo tipo de circunstancias, necesidades y presiones humanas; como dice Pablo: “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte” (Flp 2:7-8).

Mediador como Sumo Sacerdote

La importancia y alcance de Jesús como mediador entre Dios y la humanidad se aprecia más cuando se considera su función como Sumo Sacerdote. En el antiguo Israel los sumos sacerdotes ejercían la máxima representación entre Dios y el pueblo. La principal función del sumo sacerdote era presentar sacrificios para expiar los pecados de todo el pueblo: “Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres, es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere, para que presente también ofrendas y sacrificios por los pecados” (Heb 5:1); esto era así especialmente cuando entraba en “el Lugar Santísimo” (Heb 9:3) para hacer “expiación una vez en el año con la sangre del sacrificio por el pecado” (Éx 30:10).

No obstante, estos sacerdotes fueron una representación del “gran sumo sacerdote”, “Jesús el Hijo de Dios” (Heb 4:14). A diferencia de aquellos sumos sacerdotes, Jesús no ofició en un santuario terrestre, “sino en el mismo cielo para presentarse ahora por nosotros en la presencia de Dios” (Heb 9:24); no ofreció la “sangre de machos cabríos ni de becerros, sino su propia sangre” (Heb 9:12); no ofreció sacrificios muchas veces, sino que “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Heb 9:26); y puesto que “permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb 7:24-25).

La idoneidad de Jesús como sumo sacerdote se sigue apreciando al considerar que, a diferencia de los otros sacerdotes, Jesús no conoció ni “cometió ningún pecado, ni hubo engaño en su boca” (1 Pe 2:22); por eso “convenía tener un sumo sacerdote así: santo, irreprochable, puro, apartado de los pecadores” (Heb 7:26); y por eso pudo presentarse ante el Padre e interceder por nosotros. Lo maravilloso es que a pesar de su inmaculada santidad, tenemos a un sumo sacerdote que, por vivir como hombre, alcanzó una personal comprensión de nuestra situación humana, y eso hace que nos considere con actitud misericordiosa: “Por eso era preciso que en todo se asemejara a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote fiel y misericordioso al servicio de Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo. Por haber sufrido él mismo la tentación, puede socorrer a los que son tentados” (Heb 2:17-18). “Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos” (Heb 4:15-16) ¡Nadie como Jesús para interceder entre Dios y los hombres!

Mediador del Nuevo Pacto

Jesús también actúa como “mediador de un nuevo pacto” (Heb 9:15), un pacto mejor que el pacto de la Ley (Éx 19:5), el cual Dios celebró con el pueblo de Israel con Moisés como mediador. En dicho pacto Dios garantizó a Israel su permanente bendición; y a cambio ellos debían “guardar y poner por obra todos sus mandamientos” (Deu 28:1), recogidos en las 613 leyes de obligado cumplimiento (Éx 24:3-4), algo con lo que el pueblo Israel estuvo de acuerdo (Éx 24:3, 7).

Pero por su desobediencia incorregible, los israelitas “invalidaron” ese pacto (Jer 31:32), y llevó a que Dios anunciara el establecimiento de un “nuevo pacto” (Jer 31:31), un pacto que el escritor de Hebreos describió de este modo: “este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo; y ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: conoce al Señor; porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos. Porque seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (Heb 8:10-12) El pacto de la Ley imponía una rígida obediencia a todo un conjunto de leyes; pero el nuevo pacto estaría escrito en las mentes y corazones, lo cual lleva a obedecer a Dios, no por miedo al castigo, sino por un sincero deseo de obedecer; de ahí que este nuevo pacto “no está basado en una ley escrita, sino en el Espíritu, porque la ley escrita lleva a la muerte, en cambio el Espíritu lleva a la vida” (2 Co 3:6)

Y “Jesús es la garantía” de este “mejor pacto entre Dios y su pueblo” (Heb 7:22); porque Moisés ratificó el viejo pacto con la sangre de animales al decir: “He aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas” (Éx 24:8); pero Jesús lo hizo con su propia sangre al derramarla por nosotros, algo que representó en una copa de vino cuando dijo: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lu 22:20) “Así, por medio de Jesucristo, entramos en un nuevo pacto con Dios. Porque Jesucristo murió para que Dios nos perdonara todo lo malo que hicimos cuando servíamos al primer pacto. Y por medio de su muerte, también los que hemos sido elegidos por Dios recibiremos la salvación eterna que él nos ha prometido” (Heb 9:15)

El único mediador que nos reconcilia con Dios

Lamentablemente, a veces (o muchas veces) desagradamos a Dios con pecados de los que después sentimos culpa y verdadero arrepentimiento. Cada vez que eso sucede Jesús “intercede por nosotros” (Ro 8:34), como un abogado que nos defiende ante el Padre, siendo en sí mismo “la propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 2:1-2) “por medio de la fe en su sangre” (Ro 3:25), una sangre que permite servir al Dios vivo con conciencia limpia (Heb 9:14) ¿Qué significa que Jesús sea la propiciación de nuestros pecados? Básicamente ponerse en nuestro lugar para recibir en sí mismo el justo castigo que merecemos, como cuando alguien se sitúa voluntariamente para recibir el disparo mortal dirigido a la persona amada, ya que “Cristo no cometió pecado alguno; pero por causa nuestra, Dios lo hizo pecado, para hacernos a nosotros justicia de Dios en Cristo” (2 Co 5:21), para redimirnos “de la maldición de la ley” divina, al ser “hecho por nosotros maldición” (Gál 3:13), para ser “salvos de la ira” de Dios (Ro 5:9). Esto es lo que significa que Jesús interceda por nosotros y sea la propiciación por nuestros pecados.

Jesús vino para que fuéramos “reconciliados con Dios” (Ro 5:10) y cubrir la distancia entre Dios y la humanidad; de hecho, el nombre profetizado para Jesús fue “Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mt 1:23); eso quiere decir que “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Co 5:19), y así recuperar la relación original que la humanidad tenía con Dios, una relación de Padre e hijos: “yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Co 6:18)

Así, la Palabra inspirada proclama que hay “un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Ti 2:5), no hay otro, no hay ningún otro mediador ni mediadora, ni individual ni colectivo, que deba interponerse entre Dios y nosotros. La única mediación está en la persona de Jesús, cuya vida y enseñanza se expone en los evangelios, para que cada uno de nosotros pueda reconocerlo y sentir hacia él una profunda y creciente gratitud. Que nuestro aprecio sea tan grande como para regocijarnos en “Dios por nuestro Señor Jesucristo, pues gracias a él ya hemos recibido la reconciliación” (Ro 5:11)


sábado, 5 de octubre de 2019

¡Sólo en Jesús hay salvación!

Cuando nuestro primer antepasado Adán pecó, se alejó definitivamente de Dios, lo que finalmente causó su muerte (Gé 2:16-17; 3:6, 19) [1]. “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro 5:12), ya que “no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque” (Ec 7:20); y esto es porque todos y cada uno de nosotros fue “vendido a la esclavitud del pecado” (Ro 7:14), y dado que la justicia divina dicta que “la paga del pecado es muerte” (Ro 6:23), el trágico resultado es que “en Adán todos mueren” (1 Co 15:22).

Sin embargo, “mucho antes de que comenzara el mundo” (1 Pe 1:20), Dios decidió un plan de salvación para la humanidad que necesariamente pasaba por respetar Su propia justicia ¿Cómo? Planteando el escenario de “un rescate” (1 Pe 1:18-20) que nos liberara del pecado y la muerte; y dicho rescate significó que fuéramos “comprados por precio” (1 Co 6:20) ¿Con qué precio fuimos comprados? No se pagó “con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pe 1:18-19), lo que implicó que Jesucristo cargara con nuestros pecados y sufriera por nosotros el castigo justo de “la ira de Dios” (Sl 106:29). Así, “Cristo murió por nuestros pecados” (1 Co 15:3) “el justo por los injustos” (1 Pe 3:18), llevando “Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pe 2:24), para que fuéramos “libertados del pecado” (Ro 6:22). De ese modo, su “sangre pagó el rescate para Dios de gente de todo pueblo, tribu, lengua y nación” (Ap 5:9), “logrando así un rescate eterno” (Heb 9:12)

El rescate pagado con el sacrificio de Cristo fue proporcionado a lo que hizo Adán, ya que “por el pecado de Adán, Dios declaró que todos merecemos morir; pero gracias a Jesucristo, que murió por nosotros, Dios nos declara inocentes y nos da la vida eterna” (Ro 5:18). “Un hombre (Adán) desobedeció a Dios e hizo que muchos llegaran a ser pecadores, pero de la misma manera un solo hombre (Cristo) obedeció a Dios y así hizo que muchos fueran aprobados por Dios” (Ro 5:19). Por eso, “Así como por causa de un hombre vino la muerte, también por causa de un hombre viene la resurrección de los muertos. Y así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos tendrán vida” (1 Co 15:21-22)

Así, sabemos la necesidad que la humanidad tiene de salvación, y sabemos cómo se ha llevado a cabo. Pero lo más importante es lo que subyace en todo el proceso de salvación: El Amor, el gran amor que Dios y su Hijo tienen por nosotros. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3:16) Nunca olvidemos que fue Dios quien tomó la iniciativa de salvarnos: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4:10) Y fue Dios Quien voluntariamente asumió el alto coste de nuestra reconciliación, porque “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Ro 8:32), “para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos” (Heb 2:9). A la vista de estos hechos ¿Se puede dudar del amor de Dios? Como dijo el comentarista bíblico William Barclay: “En la muerte de Jesús, Dios nos está diciendo: «Así os amo Yo. Os amo hasta el punto de estar dispuesto a ver a Mi Hijo sufrir y morir por vosotros». La Cruz es la prueba de que no hay distancia que el amor de Dios se niegue a recorrer para recuperar los corazones de los hombres; y un amor así demanda la respuesta de nuestro amor”.

Nunca podremos ganar la salvación por méritos propios, porque Dios “nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (Tit 3:5); pero es igualmente cierto que el amor de Dios y Cristo demanda una respuesta de parte de cada uno. Jesús nos ofrece su mano para salvarnos, pero cada uno de nosotros tenemos que aceptarla y agarrarla con fuerza. Coger su mano es creer en él, porque el evangelio de Cristo es “salvación a todo aquel que cree” (Ro 1:16), y también significa obedecerlo, porque Jesús es “autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Heb 5:9) Por eso, aceptamos la mano salvadora de Cristo cuando vivimos una vida de fe y obediencia. Es lo mínimo que podemos y debemos hacer.

Pero siempre tengamos claro que “¡Sólo en Jesús hay salvación! No hay otro nombre en este mundo por el cual los seres humanos podamos ser salvos” (Hch 4:12) Nunca nos dejemos confundir al pensar que la salvación personal puede venir por la devoción a algún santo o virgen, o por confiar en algún líder religioso, o por pertenecer a una determinada religión. Sólo en Jesús hay salvación, y sólo a Él debemos dirigir nuestra atenta y confiada mirada, sintiendo profundo agradecimiento por el amor de “nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros” (Tit 2:13-14)

NOTAS

[1] El pecado de Adán fue especialmente relevante porque, aparte de Jesús, Adán fue el único hombre que vino a la existencia sin pecado; es decir, a diferencia de nosotros, no tuvo la predisposición congénita a pecar, algo que sí heredaron todos sus descendientes; por lo tanto, su pecado fue un acto deliberado que le hizo plenamente culpable ante Dios, teniendo la peor de las consecuencias: la muerte sin esperanza de redención.


jueves, 3 de octubre de 2019

Jesús, la Verdad

En un mundo lleno de mentiras, falsedades y manipulación, conocer la verdad es fundamental, porque es el deseo de Dios (1 Ti 2:4), porque conocer la verdad nos hace libres (Jn 8:31-32); y sobre todo, porque es un requisito para los verdaderos adoradores de Dios. Siempre recordemos que los verdaderos adoradores se distinguen por adorarle “en espíritu y en verdad” (Jn 4:23). ¿Pero dónde reside la Verdad? ¿Dónde podemos encontrarla? Las denominaciones cristianas se apresuran a responder que la verdad se encuentra en la Biblia para acto seguido intentar demostrar que sólo ellos la enseñan correctamente. Lamentablemente con esto se olvida la única opinión autorizada que existe, la que ofrece nuestro Señor Jesús cuando dice:

Yo soy” “la Verdad” (Jn 14:6)

Esta declaración es maravillosamente reveladora. Notemos que Jesús no dice: ‘Yo enseño la Verdad’, sino: ‘Yo SOY la Verdad’; es decir, la Verdad reside en Jesús, quién está lleno “de verdad” (Jn 1:14) Y porque también se le identifica como “La Palabra de Dios” (Ap 19:13; Jn 1:1), su declaración armoniza cuando dirigiéndose al Padre dice: “tu palabra es la Verdad” (Jn 17:17), por lo que Jesús es tanto la Palabra como la Verdad.

Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Jn 18:37)

Jesús vino para mostrar la verdad acerca de Dios y de la vida. Por lo tanto, no hay razón para entretenerse en conjeturas personales, ni en seguir tradiciones religiosas o filosofías humanas. La Verdad se presenta en Jesús en toda su plenitud y lo hace desde varias perspectivas:

Al cumplir en sí mismo las promesas que Dios hizo a sus profetas. De Cristo se dice: “Pues tantas como sean las promesas de Dios, en El todas son sí; por eso también por medio de El” (2 Co 1:20), de manera que muchos aspectos de la Ley de Moisés no sean “más que la sombra de lo que ha de venir, pero la verdadera realidad es Cristo” (Col 2:17). “Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad fueron hechas realidad por medio de Jesucristo” (Jn 1:17).

Al enseñarnos el verdadero modo de adorar a Dios, algo que bien se puede resumir cuando declaró que la verdadera adoración debe ser efectuada “en espíritu y en verdad” (Jn 4:23-24), donde la espiritualidad sincera es el factor decisivo para un verdadero adorador de Dios. Este es un mensaje revelador que Jesús expone cuando describe con reiterado énfasis los fundamentos y matices que siempre deben regir la adoración verdadera, donde ante todo se destaca la fe y el amor: amor a Dios, y amor al prójimo (Mr 12:28-34).

Al enseñarnos la verdad con su ejemplo: sus valores, su habla, su conducta y los sentimientos que transmite en su trato con los que le rodean. En todos estos aspectos cumplió a la perfección la voluntad de Dios. Así, Jesús no solo enseña la verdad, también nos hace una continua demostración de lo que significa vivir la verdad; y esto tiene un valor incalculable para todos sus seguidores, porque sólo cuando consideramos con interés su vida, aprendemos a vivir sus enseñanzas y a seguir “sus pisadas” (1 Pe 2:21).

Pero la verdad de Jesús no está al alcance de todos. Jesús dijo: "todo aquel que es de la verdad, oye mi voz" (Jn 18:37), lo que quiere decir que, para oír realmente a Jesús se ha de estar de parte de la verdad, se ha de buscar la Verdad de Dios por encima de las "verdades" de los hombres; y eso también implica estar dispuestos a identificar y desprenderse de los propios errores sin importar los sacrificios que conlleve. Los que se sienten cómodos con las mentiras y las medias verdades no pueden estar receptivos a la voz de Jesús, voz que solo es audible a los que aman la Verdad de Dios por encima de todo, y a estos Jesús les dice: “yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Jn 14:16-18) El Espíritu de verdad solo puede estar en quienes ejercitan la verdad en su mente y corazón, los que sinceramente la buscan, y la quieren vivir.

Siempre recordemos que Jesús nunca dijo que la Verdad estaría depositada en alguna organización religiosa. La Verdad está en Jesús y sólo puede surgir de Jesús. Sólo Cristo debe ser la piedra de toque de cualquier doctrina; por eso, al considerar cualquier enseñanza siempre debemos plantearnos: ¿Qué enseñó Jesús sobre esto? ¿Dijo algo o muestra algo con su ejemplo, de modo que manifieste su opinión? De este modo seremos enseñados “conforme a la verdad que está en Jesús” (Ef 4:21).

Pidamos a Dios que nos ayude a amar la verdad y que este amor nos acerque personalmente a la vida y enseñanza de nuestro Señor Jesús, la Verdad.