En este mundo inmerso en la oscuridad donde se cubre el pecado y reina la confusión, se hace difícil discernir la realidad de las cosas. Se hace difícil averiguar la verdadera naturaleza y destino de los muchos caminos y tendencias que el mundo transita. En el plano personal también estamos expuestos a andar a tientas y a tropezar, porque muchos de los problemas de la vida están por encima de nuestra capacidad y corremos peligro de seguir una senda equivocada. Por eso, tenemos necesidad de una luz que permita ver la realidad y alumbre nuestros pasos ¿Dónde buscar? La respuesta está al alcance de todo el mundo, tan solo si se escuchara a Jesús cuando dice de sí mismo:
“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8:12)
“Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12:46)
La luz revela la realidad de las cosas, y Cristo es la Luz que “alumbra en la oscuridad” (Jn 1:5), la “luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (Jn 1:9); una luz que destapa “las obras de las tinieblas” (Ro 13:12) y las falsedades religiosas.
La luz de Cristo también puede alumbrar la ceguedad de nuestro corazón. Desde que nacemos, la luz solar nos permite ver físicamente. No es así con nuestra visión espiritual, porque nuestros ojos espirituales permanecen ciegos hasta que descubrimos la luz de Cristo, la luz que puede iluminar nuestra vida sea cual sea nuestra situación o necesidad. “Porque Dios, que dijo: «De entre las tinieblas brille la luz», es quien hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo” (2 Co 4:6).
La luz de Cristo significa mucho más: es la “luz de la vida”. El profeta ya lo adelantó al decir: “a los que habitaban en tierra de sombra de muerte, la luz ha resplandecido sobre ellos” (Is 9:2). La luz genera vida, en la muerte no hay luz, sino tinieblas. Las plantas requieren de la luz solar para vivir, cuando no reciben luz se marchitan y mueren. De igual modo, la luz de Cristo significa vida para nosotros, y no sólo porque anímicamente cobramos vida, sino porque esa luz nos conduce por el camino de la “vida eterna” (Jn 6:47). Por eso, a los muertos se dice: “Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo” (Ef 5:14).
Pero la luz sólo puede ser útil cuando nos acercamos a ella. Jesús es la Luz, y para andar en su Luz hemos de creerle y seguirlo. Le seguimos cuando creemos en Él, y demostramos creerle cuando Le seguimos en amor y obediencia. Él mismo dice: “Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios” (Jn 3:20-21). El apóstol Pablo lo expresa así: “dejemos de pecar, porque pecar es como vivir en la oscuridad. Hagamos el bien, que es como vivir en la luz. Controlemos nuestros deseos de hacer lo malo, y comportémonos correctamente, como si todo el tiempo anduviéramos a plena luz del día” (Ro 13:12). Y el apóstol Juan lo relaciona con el amor cuando dice: “la oscuridad se va desvaneciendo y ya brilla la luz verdadera. El que afirma que está en la luz, pero odia a su hermano, todavía está en la oscuridad. El que ama a su hermano permanece en la luz, y no hay nada en su vida que lo haga tropezar. Pero el que odia a su hermano está en la oscuridad y en ella vive, y no sabe a dónde va porque la oscuridad no lo deja ver” (1 Jn 2:8-11).
En este mundo en tinieblas no es bueno caminar solos, ni tampoco con falsos guías. Las tinieblas están en las falsedades que hacen que la gente ande a oscuras sin saber en qué creer ni a dónde ir. Necesitamos seguir a Jesús para andar en su Luz. Sólo así se dispersará la niebla de nuestra ceguedad y veremos con claridad el camino de la vida.
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