Cuando Dios creó a Adán, este disfrutaba de una relación familiar con su Creador, una relación de hijo y padre. Dios, desde su derecho soberano, exigía y esperaba de Adán completa lealtad a sus mandamientos, y para probar su obediencia, introdujo la sencilla prueba de no comer el fruto de un único árbol; una prueba que no superó, desobedeciendo y pecando contra Dios y acarreándose mortales consecuencias. El pecado de Adán no se produjo porque naciera con una predisposición genética a pecar, como es el caso de todos sus descendientes. Adán pecó de forma consciente y deliberada contra la soberanía de Dios, contra el derecho de Dios para regir su vida. Él prefirió hacer caso a su esposa en vez de a su Padre y Creador (Gé 3:17), y en ese momento y de forma irreversible rompió su comunión con Dios.
A partir de entonces, todos los descendientes de Adán hemos heredado el pecado, lo que nos hace estar alejados de Dios. Pero Dios ama a la humanidad y por eso siempre quiso reconciliarnos con Él. Pero ¿cómo? Su intachable justicia y su inmaculada santidad Le impiden tener comunión con pecadores; pero, por otra parte, la humanidad fue vendida al pecado, no por elección propia, sino por la conducta transgresora del primer hombre. Dios ama a la humanidad, pero exige santidad de sus criaturas; a su vez, la humanidad necesita reconciliarse con Dios, pero por sí misma le es imposible cumplir Sus justas exigencias. Era necesario la intervención de un Mediador, un mediador que pudiera reconciliar a la humanidad con Dios; y para ello, este debía estar tan allegado y familiarizado con ambas partes que le permitiera comprender con exactitud las demandas y necesidades que debían ser satisfechas; debía estar en plena comunión con Dios, a la vez que estar muy familiarizado con la humanidad; y este doble requisito sólo se cumpliría en una persona: Jesucristo, el único que puede llamarse tanto “Hijo de Dios” (Jn 3:18) como “Hijo del hombre” (Mt 8:20) En efecto, nadie tiene tan estrecha comunión con Dios como Jesucristo, el Hijo unigénito que “estaba en el principio con Dios” (Jn 1:1-2), “en el seno del Padre” (Jn 1:18); pero que también sabe lo que es ser y vivir como hombre, y como nació “de mujer” (Gál 4:4) pudo referirse a sí mismo como “Hijo del hombre” (Mt 8:20); es decir, Hijo de la humanidad; y eso le hizo experimentar en primera persona todo tipo de circunstancias, necesidades y presiones humanas; como dice Pablo: “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte” (Flp 2:7-8).
Mediador como Sumo Sacerdote
La importancia y alcance de Jesús como mediador entre Dios y la humanidad se aprecia más cuando se considera su función como Sumo Sacerdote. En el antiguo Israel los sumos sacerdotes ejercían la máxima representación entre Dios y el pueblo. La principal función del sumo sacerdote era presentar sacrificios para expiar los pecados de todo el pueblo: “Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres, es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere, para que presente también ofrendas y sacrificios por los pecados” (Heb 5:1); esto era así especialmente cuando entraba en “el Lugar Santísimo” (Heb 9:3) para hacer “expiación una vez en el año con la sangre del sacrificio por el pecado” (Éx 30:10).
No obstante, estos sacerdotes fueron una representación del “gran sumo sacerdote”, “Jesús el Hijo de Dios” (Heb 4:14). A diferencia de aquellos sumos sacerdotes, Jesús no ofició en un santuario terrestre, “sino en el mismo cielo para presentarse ahora por nosotros en la presencia de Dios” (Heb 9:24); no ofreció la “sangre de machos cabríos ni de becerros, sino su propia sangre” (Heb 9:12); no ofreció sacrificios muchas veces, sino que “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Heb 9:26); y puesto que “permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb 7:24-25).
La idoneidad de Jesús como sumo sacerdote se sigue apreciando al considerar que, a diferencia de los otros sacerdotes, Jesús no conoció ni “cometió ningún pecado, ni hubo engaño en su boca” (1 Pe 2:22); por eso “convenía tener un sumo sacerdote así: santo, irreprochable, puro, apartado de los pecadores” (Heb 7:26); y por eso pudo presentarse ante el Padre e interceder por nosotros. Lo maravilloso es que a pesar de su inmaculada santidad, tenemos a un sumo sacerdote que, por vivir como hombre, alcanzó una personal comprensión de nuestra situación humana, y eso hace que nos considere con actitud misericordiosa: “Por eso era preciso que en todo se asemejara a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote fiel y misericordioso al servicio de Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo. Por haber sufrido él mismo la tentación, puede socorrer a los que son tentados” (Heb 2:17-18). “Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos” (Heb 4:15-16) ¡Nadie como Jesús para interceder entre Dios y los hombres!
Mediador del Nuevo Pacto
Jesús también actúa como “mediador de un nuevo pacto” (Heb 9:15), un pacto mejor que el pacto de la Ley (Éx 19:5), el cual Dios celebró con el pueblo de Israel con Moisés como mediador. En dicho pacto Dios garantizó a Israel su permanente bendición; y a cambio ellos debían “guardar y poner por obra todos sus mandamientos” (Deu 28:1), recogidos en las 613 leyes de obligado cumplimiento (Éx 24:3-4), algo con lo que el pueblo Israel estuvo de acuerdo (Éx 24:3, 7).
Pero por su desobediencia incorregible, los israelitas “invalidaron” ese pacto (Jer 31:32), y llevó a que Dios anunciara el establecimiento de un “nuevo pacto” (Jer 31:31), un pacto que el escritor de Hebreos describió de este modo: “este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo; y ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: conoce al Señor; porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos. Porque seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (Heb 8:10-12) El pacto de la Ley imponía una rígida obediencia a todo un conjunto de leyes; pero el nuevo pacto estaría escrito en las mentes y corazones, lo cual lleva a obedecer a Dios, no por miedo al castigo, sino por un sincero deseo de obedecer; de ahí que este nuevo pacto “no está basado en una ley escrita, sino en el Espíritu, porque la ley escrita lleva a la muerte, en cambio el Espíritu lleva a la vida” (2 Co 3:6)
Y “Jesús es la garantía” de este “mejor pacto entre Dios y su pueblo” (Heb 7:22); porque Moisés ratificó el viejo pacto con la sangre de animales al decir: “He aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas” (Éx 24:8); pero Jesús lo hizo con su propia sangre al derramarla por nosotros, algo que representó en una copa de vino cuando dijo: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lu 22:20) “Así, por medio de Jesucristo, entramos en un nuevo pacto con Dios. Porque Jesucristo murió para que Dios nos perdonara todo lo malo que hicimos cuando servíamos al primer pacto. Y por medio de su muerte, también los que hemos sido elegidos por Dios recibiremos la salvación eterna que él nos ha prometido” (Heb 9:15)
El único mediador que nos reconcilia con Dios
Lamentablemente, a veces (o muchas veces) desagradamos a Dios con pecados de los que después sentimos culpa y verdadero arrepentimiento. Cada vez que eso sucede Jesús “intercede por nosotros” (Ro 8:34), como un abogado que nos defiende ante el Padre, siendo en sí mismo “la propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 2:1-2) “por medio de la fe en su sangre” (Ro 3:25), una sangre que permite servir al Dios vivo con conciencia limpia (Heb 9:14) ¿Qué significa que Jesús sea la propiciación de nuestros pecados? Básicamente ponerse en nuestro lugar para recibir en sí mismo el justo castigo que merecemos, como cuando alguien se sitúa voluntariamente para recibir el disparo mortal dirigido a la persona amada, ya que “Cristo no cometió pecado alguno; pero por causa nuestra, Dios lo hizo pecado, para hacernos a nosotros justicia de Dios en Cristo” (2 Co 5:21), para redimirnos “de la maldición de la ley” divina, al ser “hecho por nosotros maldición” (Gál 3:13), para ser “salvos de la ira” de Dios (Ro 5:9). Esto es lo que significa que Jesús interceda por nosotros y sea la propiciación por nuestros pecados.
Jesús vino para que fuéramos “reconciliados con Dios” (Ro 5:10) y cubrir la distancia entre Dios y la humanidad; de hecho, el nombre profetizado para Jesús fue “Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mt 1:23); eso quiere decir que “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Co 5:19), y así recuperar la relación original que la humanidad tenía con Dios, una relación de Padre e hijos: “yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Co 6:18)
Así, la Palabra inspirada proclama que hay “un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Ti 2:5), no hay otro, no hay ningún otro mediador ni mediadora, ni individual ni colectivo, que deba interponerse entre Dios y nosotros. La única mediación está en la persona de Jesús, cuya vida y enseñanza se expone en los evangelios, para que cada uno de nosotros pueda reconocerlo y sentir hacia él una profunda y creciente gratitud. Que nuestro aprecio sea tan grande como para regocijarnos en “Dios por nuestro Señor Jesucristo, pues gracias a él ya hemos recibido la reconciliación” (Ro 5:11)